EL SECRETO DE PÍO XII

El Papa Pacelli sabía que la zarina no murió fusilada

La historia oficial de una de las grandes tragedias políticas de este siglo narra que el 16 de julio de 1918, en los sótanos de casa Ipatiev, en la ciudad de Ekaterimburgo, los revolucionarios soviéticos masacraron a toda la familia imperial rusa. El depuesto zar Nicolás II Romanov, su mujer Alejandra, y loa cinco hijos – el zarevich Alexis, las grandes duquesas Olga, María, Tatiana y Anastasia – cayeron bajo las balas bolcheviques y sus cuerpos fueron enseguida descuartizados, metidos en ácido y quemados.

Pero no, no fue así. En realidad, solo el zar y su hijo, que representaban la continuidad de la monarquía, resultaron muertos. La zarina y sus cuatro hijas sobrevivieron. Esta versión reaparece cada tanto y agita nuevamente viejos fantasmas. Nadie esperaba que, el domingo 13 de noviembre, la muerte de una monja de casi noventa años en un hospital de Viena devolviera aquella historia a las polémicas crónicas, entre quienes sostienen que la familia imperial cesó de existir efectivamente en la masacre y quienes defienden la tesis de que las cinco mujeres fueron salvadas.

Sor Pascualina Lehert se sintió muy mal cuando estaba por abordar el avión que debía traerla a Roma, después de participar en las conmemoraciones vienesas de los veinticinco años de la muerte de su amado Pío XII.

Tenía ochenta y nueve años y venía sufriendo continuas emociones y fatigas en los últimos días, debido a estas celebraciones. Incluso había visto a Juan Pablo II, que la saludó con simpatía en la misa con que conmemoró a su antecesor, el Papa Pacelli. Sor Pascualina, que en tiempos de Pío XII era uno de los personajes más potentes del Vaticano (volver al recuadro), murió contenta y de vieja: los trámites para canonizar a “su” Papa marchan viento en popa, pulsados por el actual Pontífice.

Dos días después, el martes 15, estallaba la bomba: un franciscano del Perú, superior de un colegio religioso español en Roma, admitía que Sor Pascualina le había hecho una confidencia sensacional, algunos meses atrás: Pío XII había recibido en audiencia a las grandes duquesas Olga y María, hijas del zar Nicolás II y, naturalmente, salvadas de la masacre de Ekaterimburgo.

El matutino romano “Il Tempo” logró dar la primicia, mientras el cuerpo de sor Pascualina era traído desde Viena, para ser enterrado en el cementerio teutónico del Vaticano, sabiendo que se desataría la tormenta.

En el centro del ciclón, sin embargo, reinaba la calma. La vía de San Giovanni Decollato es una calle casi perdida al tráfico, situada como está entre ruinas de templos paganos y arcos de triunfo de la Roma imperial. Allí tiene su sede la Archicofradía de la Misericordia, fundada en 1488 por la nobleza florentina para consolar a los condenados que la piedad papal mandaba al patíbulo.

Entre los vetustos muros de la archicofradía (que hoy se dedica a ayudar a familias de presos) funciona el Colegio Español de la Tercera Orden Regular de los Franciscanos. Cuatro buenos curas viven en comunidad y custodian el lugar. Tres españoles y el peruano, nuestro personaje. Se llama Fernando Lamas Pereyra de Castro, es el superior del colegio, tiente treinta años y nació en Lima, de familia acomodada. El padre Lamas es quien recibió las confidencias de sor Pascualina.

Luego de atravesar un patio cubierto de limoneros, con las paredes forradas de esculturas y lápidas bellísimas, el franciscano acomodó al enviado de CAMBIO 16 en un sillón y abrió una carpeta. “Los frailes somos gente ordenada, sabe usted”. Dijo socarrón, enarbolando un papel. Con esta carta comenzó toda esta historia.

La carta comienza: “Queridísimo don Fernando, hay una carta importantísima y gravísima que usted podría hacer por mí.”. El cura peruano no quiso continuar la lectura. Explicó: “El príncipe escribe que su tío el príncipe Federico Ernesto de Sajonia había estado en Roma con sor Pascualina, la monja gobernanta de Pío XII, quien le había revelado que el Papa recibió en audiencia a la abuela de Alexis, la gran duquesa María, y a su hermana, la gran duquesa Olga, ambas hijas del zar”.

El duque pedía a su amigo que confirmara la confidencia, porque un testigo de tanto valor daría la necesaria veracidad a los alegatos de Alexis. “Tardé un tiempo en encontrar el paradero de sor Pascualina, pero finalmente pude escribirle una carta explicándole el problema”. La monja alemana le respondió por teléfono, citándolo para el 22 de marzo en el instituto Pastor Angelicus, donde vivía retirada desde hacía un acuarto de siglo, o sea, desde que murió Pío XII.

“Llegué emocionado a las 9,30 de la mañana y me encontré con una mujer muy lúcida, que parecía tener mucha menos edad, de carácter marcial, pero gentil, a quien las otras hermanas llamaban respetuosamente madre”, contó Lamas.

“De inmediato me dijo que en una fecha que no recordaba bien, porque estaba muy vieja y había pasado demasiado tiempo (podría haber ocurrido en torno a 1939, en la vigilia de la segunda guerra mundial), gracias a una gestión de la Guardia Nacional Pontificia, las dos mujeres se presentaron ante ella en la antesala de los aposentos pontificios. Ambas, pero sobre todo Olga, le hablaron de las estrecheces económicas que padecían. Sor Pascualina las llevó hasta el salón de audiencias, donde Pío XII las esperaba. Cuando salieron, la gobernanta preguntó al Papa si efectivamente eran dos de las hijas del zar”.

El cura peruano leyó a CAMBIO 16 los dos folios de la memoria de su encuentro con sor Pascualina. “Allí se lee que Pío XII respondió: Sí, sólo que debe quedar en secreto”.

 Un sobre misterioso

La gobernanta alemana recordó que Pío XII le ordenó también que preparase un sobre para entregar a las grandes duquesas. No sabía qué puso el Papa dentro, aunque es probable que haya sido dinero para ayudar a Olga y a María. Sor Pascualina rememoró que “el Santo Padre se había interesado ante la reina Elena de Italia para que los Saboya acudieran en ayuda de las dos hijas del zar”.

Sor Pascualna autorizó a que sus confidencias fueran desveladas con la condición de que no se “inflaran” sus revelaciones. Nada sabía de la suerte de Olga y María, antes y después de aquel encuentro.

El padre Lamas dijo a CAMBIO 16 que su  amigo el príncipe Alexis, “que vive en Madrid desde hace diez años bajo la protección del gobierno español”, le dijo que Olga permaneció soltera y que murió poco después de María, cerca de Como, en el norte de Italia. Estaría enterrada en Menaggio, bajo el falso nombre de Marga Boodts.

La gran duquesa María, en cambio, casó con el príncipe rumano Nicolás Dolgoruki, que en 1939 fue efímero rey de Ucrania. El matrimonio residió en Roma, Bélgica y el Congo belga. María murió el 1 de diciembre de 1970 en Roma y está enterrada en el cementerio de Flaminio. La lápida en francés, le da el título de “Su Alteza Imperial la princesa Nicolás Romanov Dolgoruki, nacida condesa Ceclava Czapska”. El padre Lamas explicó que “condesa Ceclava Czapska era el seudónimo que utilizaba”.

Dato aún más sensacional, la zarina Alejandra estaría enterrada en un convento cerca de Florencia. Allí habría llegado por gestiones de la reina Elena, después que los nazis bombardearon el convento de monjas vasilianas de la ciudad polaca de Lvov. En el bombardeo había muerto la princesa Tatiana. En Lvov, las dos sobrevivientes de la masacre de Ekaterimburgo fueron refugiadas bajo la protección del arzobispo de la ciudad, monseñor Andrey Szepsty.

¿Y la otra hija? Según el príncipe Alexis, afirma el padre Lamas, la famosa Anna Anderson, mujer del médico norteamericano John Manahan, sería, como proclamó durante muchos años, la gran duquesa Anastasia.

FUENTE: CAMBIO 16

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